"Los médicos"
"¿De qué viven los médicos? De los enfermos. El hecho es conocido, pero no solemos sacar sus evidentes consecuencias. Lejos de recompensar a los médicos por la cantidad de salud que gracias a ellos, o a pesar de ellos, pueda haber en el mundo, se les recompensa en razón de la cantidad de enfermedad que revisan. Sumad los dolores, las angustias y las agonías de la carne humana en los países civilizados a lo occidental, y previa una simple proporción, deduciréis lo que se abona a los médicos. El interés de todo médico es que haya enfermos, cuantos más mejor, como el interés de todo abogado es que haya gentes de mala fe y de mal humor, enredadores, tercos y tramposos. La lealtad de los corazones y el sentimiento de lo justo acabarían con los pleitos. También la higiene privada es para los médicos una epidemia.
Si constituyesen un gremio de moralidad media; si fueran hombres parecidos a los demás, correríamos grave riesgo. Cada cual provoca en el ambiente que le envuelve las transformaciones favorables a su existencia: el comerciante acapara, el periodista inventa, el político intriga, el banquero hace correr noticias, falsas o no, que ayuden a sus planes. Al médico le conviene que haya enfermos: es extraordinario que no procure producirlos. La medicina, incapaz de curar, no lo es de enfermar. Nada más sencillo que descomponer un aparato, por mucho que ignoremos su mecanismo. Pues bien, mientras los bolsistas urden la miseria y la desesperación de familias inocentes, y los empresarios industriales restablecen sobre la tierra una esclavitud peor que la otra, los médicos, según todas las probabilidades, renuncian al semihomicidio lucrativo. Si empeoran el estado de sus clientes es -fenómeno curioso- de un modo involuntario.
Les somos, a priori, grandemente deudores de que, en general, se abstengan de intervenir demasiado en sus asuntos. Les hemos de estar muy agradecidos de que se mantengan en su papel de espectadores a veces poco afortunados. ¿Y quién tiene la culpa de nuestra situación desairada? Nosotros mismos. ¿En virtud de qué razonamiento de topos hemos resuelto pagarles por visita? Ningún técnico es empleado a jornal; se le ajusta el precio de una obra concluida satisfactoriamente, y ¡ay del ingeniero a quien se le cae el viaducto, o del contador a quien no le salen las cuentas! Era de sentido común convenir los honorarios en el caso único de la curación. Un campesino muy avaro tenía a su mujer en cama desde hacía dos meses, y acosado por los vecinos, se decidió a llamar al doctor:
-Que me la cure o que me la mate, le he de pagar peso sobre peso. La vieja falleció, y a poco, apareció el galeno a saldar su cuenta.
-¿La mató usted? -preguntó el aldeano.
-¡Qué locura! Dios dispuso de lo que era suyo.
-¿La curó usted?
-Desgraciadamente, no.
-Pues, entonces, no le debo nada.
Una medida de pública defensa sería publicar al lado de cada defunción acaecida en el día, el nombre del médico. Se cuenta que uno de los judíos más ricos del mercado francés comenzó a poner en práctica esta idea, utilizando la cuarta plana de un pequeño diario que arrendó no se sabe dónde, cuando no poseía un centavo aún. Chantaje tan ingenuo fue la base de su fortuna. La verdad es que se abre sumario ante una desgracia por imprudencia, ante un accidente complicado en esas muertes que con deliciosa ironía denominamos naturales. El problema es el salvoconducto del asesinado.
La objeción esencial al «control» consiste en que la ciencia es impotente para establecerlo. Ninguna persona medianamente ilustrada o que haya visto de cerca trabajar a los médicos, se hará ilusiones sobre los vagos recursos del azaroso arte de sanar. Un resfrío, media docena de granos, una jaqueca, he aquí problemas terribles. Oímos, sin extrañarnos, que a los mejores facultativos se les mueren seguidos los enfermos, y que principiantes salvan a moribundos desahuciados por eminencias. No pasa mes sin que se renueven las teorías en curso. Los sistemas menos razonables encuentran éxito. Ignorantes iluminados enarbolan procedimientos estrafalarios, reúnen millares de dolientes y hasta los curan. Lo más conveniente para los enfermos que quieran gastar una cierta suma en la experiencia, es recorrer los consultorios, apuntar lo ocurrido en cada uno y comparar las anotaciones. ¿Quién, ante el estado rudimentario de la fisiología y de la terapéutica, tiene derecho de acusar a un médico por torpe o criminal?
¿Será prudente adquirir en unas cuantas semanas las escasas nociones reconocidamente útiles que arroja la medicina moderna, y no acudir jamás a los médicos? Esto sería quizá lógico, pero, indudablemente, poco humano. Necesitamos la fe. Siempre, el que viene a tocar las llagas es el santo milagroso. Siempre se escuchan las palabras de consuelo. Si el médico no fuera sino un sabio, estaría perdido. Es un mago, un sacerdote. Trae los sacramentos en las botellas y frascos donde los boticarios sin conciencia vierten sus innumerables porquerías. El médico es el enviado de la providencia. Su función es sobre todo religiosa.
La medicina, en su acción social, tan diferente de la quirúrgica, se aparta de la ciencia y seguirá apartándose mucho tiempo. Durante mucho tiempo, los discípulos de Pasteur, que no era médico, lucharán en la soledad del laboratorio, antes que desaparezcan los actuales curanderos perfeccionados y sugestionadores a la moda. Y aquellos fanáticos de la certidumbre que se acercan a los lechos de los hospitales, no llevan la piedad en la boca y la indecisión en el alma, sino la fiera curiosidad en los ojos y la muerte en las manos. Van a violar el enigma, a sacrificar a sabiendas un cuerpo dolorido, para ensayar la nueva hipótesis, la nueva sustancia. Delincuentes sublimes, roban la vida presente, como el amor, para cimentar la vida futura."
"«Scire est mensurare», decía Képler. Saber es medir. De Képler acá, el desarrollo de las ciencias ha hecho cada vez más axiomático el aforismo. «Si sabéis medir aquello de que habláis, dice lord Kelvin, y expresarlo por medio de una cifra, algo sabéis de vuestro asunto». El cuerpo de una ciencia que merece el nombre de tal es un conjunto de medidas, una estadística suficiente, y cuando la ley probable nos reproduce los números de la observación con un error más pequeño que el imputado a los instrumentos, la ciencia es exacta. La mecánica celeste entera, casi toda la física y gran parte de la química son exactas. En cambio, casi toda la medicina es empírica y conjetural. La medicina sólo pasa por ciencia a los ojos de los que, ignorando las matemáticas aplicadas, no tienen concepto alguno de lo que la ciencia es. El médico mide la temperatura, la presión arterial, los coeficientes respiratorios; hay una energética fisiológica, una química de nutrición, un ensayo de una química de la infección y de la inmunidad; hay un bosquejo de una electrotecnia del sistema nervioso... es indiscutible. Pero lo que el médico mide es todavía insignificante; islotes cuantitativos en medio del mar cualitativo, es decir, en medio de lo que aún está lejos de ser ciencia. El médico, habitualmente, nada en pleno azar. No le culpéis; el organismo humano es mucho más complicado y misterioso que el firmamento; por eso la astronomía es más perfecta que la fisiología, y más pobre. En lo perfecto hay siempre un fondo limitado y simple. No culpéis tampoco al médico de su anómala suficiencia; la sugestión es una terapéutica apreciable, y esa piadosa farsa sacerdotal le permite consolar y aliviar al que sufre.
¿Debemos vacunarnos? He aquí, a mi entender, una cuestión de pura simpatía. Para fijar científicamente el valor de la vacuna sería necesaria una estadística, quimérica por lo enorme. ¿Y cómo separar de la influencia vaccínica la de los factores higiénicos? Si pretendiéramos conocer los efectos a largo plazo, en lo que respecta a inferiorización del terreno fisiológico, la estadística -mejor dicho el censo- llegaría a lo descomunal. Apenas el milésimo de los datos posibles obra en nuestras manos. Lo positivo es que también los vacunados se enferman de viruela y mueren. Sin embargo, la vacuna quizá sea útil. No nos está prohibido creer en ella; lo que nos está prohibido es creer en ella de una manera científica. Se trata de una creencia religiosa. Esta seudo-verdad ha durado un siglo. Es bastante vida para un dogma tan menudo. Aunque fuera verdad, debe eclipsarse. Sería una verdad mal comprendida, aislada de la investigación corriente, tal vez por no haberse obtenido hasta la fecha el microbio variólico, una verdad estéril por haber sido descubierta sin motivos y aceptada sin esfuerzo, una verdad desacreditada por su triunfo y que, si vale la pena, volveremos a descubrir más tarde.
En la legítima contienda entre vacunistas y antivacunistas, de la cual hemos de felicitarnos -la unanimidad, ha dicho Gourmont, es una cosa triste- los antivacunistas me inspiran confianza porque son pocos. Las certidumbres nuevas, como el sol naciente, brillan en una minoría de cumbres, a veces en una sola. Cuando el buque se acerca a tierra, no es la multitud de a bordo quien la ve primero, sino el vigía solitario en su mástil. Estos herejes de la vacuna son simpáticos. Lo son tanto más, cuanto que se ha deliberado sobre si convenía hacerles callar a la fuerza. Entonces ha parecido evidente que tenían razón.
Ciertos argumentos suyos, no obstante, carecen de solidez. «La vacuna obligatoria, dicen, es un disparate, porque una persona sana no constituye peligro». Pero si la vacuna inmuniza realmente contra la viruela, claro está que los vacunados son menos peligrosos que los no vacunados. No contagian hoy, mas contagiarán mañana. Se aísla a los variolosos, no por los contagios que han producido ya, sino por los que han de producir. El peligro y las medidas para evitarlo, se refieren a un futuro remoto o próximo. Matamos o encarcelamos a los criminales con el fin de que no nos perjudiquen más. El crimen ejecutado no tiene importancia, puesto que no tiene remedio. La reincidencia presunta es lo que justifica nuestra represión. Los delincuentes son castigados por los delitos que no han cometido, como serían vacunados por la viruela que no habrían nunca de padecer.
La evaluación del peligro público y del derecho que asiste a los gobiernos para vulnerar en beneficio común la libertad individual, depende de mil matices mentales. Supongo que esta época de pesado materialismo -en que el prosaico Samuel Smiles es un apóstol etéreo- atribuye definitiva trascendencia a la salud. Si a la inmensa mayoría de los hombres de nuestro siglo se les ofreciera, con las enfermedades correspondientes, el genio de Lucrecio o de Pascal, lo rechazarían indignados."
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